Día a día se endurecen, cada vez más, las posturas del campo y del gobierno, ante el nuevo esquema de las retenciones, tornando cada vez más costosa la salida del conflicto. Se esgrimen argumentos opuestos: del lado oficial, que los oligarcas se enriquecen a costas de los bolsillos del pueblo; que es necesaria la redistribución; que las retenciones morigeran las subas de los precios internacionales; que se busca desincentivar la producción de soja, en beneficio de la producción de otros cultivos. Del lado rural, se afirma que los productores marginales –aquellos que no están ubicados en las mejores zonas, ni cuentan con la mejor infraestructura, y por ende, cuya rentabilidad es menor a la media– ven sus ganancias completamente ahogadas por el nuevo aumento de las retenciones, a las que consideran confiscatorias.
Mientras tanto los consumidores padecen una aceleración de los precios, el desabastecimiento, los cortes de rutas. Mientras tanto, el sistema financiero vio drenar sus depósitos ante los menores rumores –por improbables que fueron- de un nuevo corralito, de una nueva devaluación, y entre tanto el Banco Central vende sus reservas para castigar con una cotización unos centavos más baja a los productores y especuladores que creyeron en estos rumores, por órdenes del ex Presidente y esposo de la actual Presidente. En el camino, la imagen positiva de la presidente cayó al 35%.
Debe destacarse que este año el gobierno se enfrenta a un nivel de gasto que se ha acelerado, y las necesidades de financiamiento para fines de 2008 ascienden a U$S 13.000 millones, entre principal e intereses. El año pasado las retenciones representaron casi el 80% del superávit fiscal, y se pretende que, con el nuevo esquema de retenciones, éstas representen la totalidad del superávit fiscal del 2008. Si bien, la reversión de la medida no representaría un costo demasiado alto para la recaudación, el gobierno no está dispuesto a pagar su costo político: ceder ante las presiones del campo le significaría una derrota política, sujeta a la posibilidad de que otros sectores también eleven sus reclamos. Sin duda, detrás de la renuencia a negociar por parte del gobierno nacional, se halla la necesidad de defender el modelo económico, sustentado en la polémica política fiscal.
Pero no se trata sólo de los impactos directos sobre los consumidores, sobre los pobres, sobre las reservas, o sobre el resultado primario. Lo que verdaderamente indigna a aquellos a quien el gobierno no les paga –mediante planes de asistencia social, mediante una pequeña suma para alentar a la Presidente en alguno de sus conocidos discursos, que lejos de buscar la conciliación, polarizan y enemistan a los argentinos – es el uso indiscriminado del poder que ejerce el ejecutivo, poder que se ve incrementado con la renovación, año a año, de la Ley de Emergencia Económica. Dicho poder le permite modificar impuestos, para recaudar y distribuir discrecionalmente a los gobernadores “amigos”. En un gobierno democrático, los impuestos deberían modificarse mediante una Ley del Congreso. Y aún cuando validáramos estas modificaciones por decreto, el repentino cambio en el esquema de retenciones representa un cambio de reglas sucio, que se llevó a cabo una vez que los campos ya estaban sembrados. Esto claramente lesiona aún más la dudosa seguridad jurídica del país, tan vital para las inversiones que no llegan.
Es cierto que desde la crisis del 2001/2002, el sector agropecuario se ve beneficado por la política de tipo de cambio devaluado, que le permite “competir” a nivel internacional; por la pesificación asimétrica, que le permitió licuar sus deudas; por la revalorización de sus tierras; a lo que se suman los favorables precios internacionales. También es cierto que una pieza fundamental del plan de acción (no podríamos llamarlo modelo económico) del gobierno actual es la redistribución de la riqueza. Este es, de hecho, uno de los objetivos de todo gobierno, pero el actual lo ha tomado como su principio fundamental. No obstante, la redistribución que el gobierno hace de la riqueza es completamente discrecional, en particular en cuanto a las retenciones, que no son coparticipables. A través de las retenciones el gobierno nacional busca hacerse del 40% de los beneficios del agro, reduciendo, de este modo, la base tributable del impuesto a las ganancias, que sí se coparticipa a las provincias. Además de ignorar al Congreso y negar la inflación, el gobierno nacional también pisotea al federalismo.
Por último, otro componente que enardece el temperamento de los que no reciben beneficios asistenciales del gobierno es la demonización de la ganancia. Si los ruralistas están parados sobre colchones de millones de dólares: al gobierno, a los piqueteros, ¿Qué les importa? ¿Acaso no es lo que hace funcionar a la economía el que cada inidivuo se oriente hacia las actividad que le resulta más rentable? ¡Qué audaces y viles, los señores productores agropecuarios, que quieren cuidar sus bolsillos!
Más allá del debate acerca de la eficiencia de los impuestos, al menos a corto plazo los mismos sirven como un vehículo para mejorar la equidad del país. El problema con las retenciones, y la razón por la cual aún no ha habido una negociación entre el campo y el gobierno es que, por un lado, el gobierno no está dispuesto a dar el brazo a torcer, para no proyectar una imagen de debilidad; mientras que el campo quiere dar una señal de que no va a permitir que el gobierno nacional se quede cada vez con una mayor parte de su rentabilidad, más aún cuando ésta no vuelve a las provincias. Pero en el trasfondo de la cuestión, se hace cada vez más evidente la insostenibilidad del programa económico actual, que no tiene una visión de largo plazo, relegando el crecimiento a la casualidad, a la conjunción de factores externos que favorecen a la actividad económica, como si fuera incomprensible que solo se logrará un genuino despegue cuando las condiciones favorables se generen endógenamente, a través del fomento a las inversiones, mediante la mejora de la seguridad jurídica y el respeto de las instituciones.
Mientras tanto los consumidores padecen una aceleración de los precios, el desabastecimiento, los cortes de rutas. Mientras tanto, el sistema financiero vio drenar sus depósitos ante los menores rumores –por improbables que fueron- de un nuevo corralito, de una nueva devaluación, y entre tanto el Banco Central vende sus reservas para castigar con una cotización unos centavos más baja a los productores y especuladores que creyeron en estos rumores, por órdenes del ex Presidente y esposo de la actual Presidente. En el camino, la imagen positiva de la presidente cayó al 35%.
Debe destacarse que este año el gobierno se enfrenta a un nivel de gasto que se ha acelerado, y las necesidades de financiamiento para fines de 2008 ascienden a U$S 13.000 millones, entre principal e intereses. El año pasado las retenciones representaron casi el 80% del superávit fiscal, y se pretende que, con el nuevo esquema de retenciones, éstas representen la totalidad del superávit fiscal del 2008. Si bien, la reversión de la medida no representaría un costo demasiado alto para la recaudación, el gobierno no está dispuesto a pagar su costo político: ceder ante las presiones del campo le significaría una derrota política, sujeta a la posibilidad de que otros sectores también eleven sus reclamos. Sin duda, detrás de la renuencia a negociar por parte del gobierno nacional, se halla la necesidad de defender el modelo económico, sustentado en la polémica política fiscal.
Pero no se trata sólo de los impactos directos sobre los consumidores, sobre los pobres, sobre las reservas, o sobre el resultado primario. Lo que verdaderamente indigna a aquellos a quien el gobierno no les paga –mediante planes de asistencia social, mediante una pequeña suma para alentar a la Presidente en alguno de sus conocidos discursos, que lejos de buscar la conciliación, polarizan y enemistan a los argentinos – es el uso indiscriminado del poder que ejerce el ejecutivo, poder que se ve incrementado con la renovación, año a año, de la Ley de Emergencia Económica. Dicho poder le permite modificar impuestos, para recaudar y distribuir discrecionalmente a los gobernadores “amigos”. En un gobierno democrático, los impuestos deberían modificarse mediante una Ley del Congreso. Y aún cuando validáramos estas modificaciones por decreto, el repentino cambio en el esquema de retenciones representa un cambio de reglas sucio, que se llevó a cabo una vez que los campos ya estaban sembrados. Esto claramente lesiona aún más la dudosa seguridad jurídica del país, tan vital para las inversiones que no llegan.
Es cierto que desde la crisis del 2001/2002, el sector agropecuario se ve beneficado por la política de tipo de cambio devaluado, que le permite “competir” a nivel internacional; por la pesificación asimétrica, que le permitió licuar sus deudas; por la revalorización de sus tierras; a lo que se suman los favorables precios internacionales. También es cierto que una pieza fundamental del plan de acción (no podríamos llamarlo modelo económico) del gobierno actual es la redistribución de la riqueza. Este es, de hecho, uno de los objetivos de todo gobierno, pero el actual lo ha tomado como su principio fundamental. No obstante, la redistribución que el gobierno hace de la riqueza es completamente discrecional, en particular en cuanto a las retenciones, que no son coparticipables. A través de las retenciones el gobierno nacional busca hacerse del 40% de los beneficios del agro, reduciendo, de este modo, la base tributable del impuesto a las ganancias, que sí se coparticipa a las provincias. Además de ignorar al Congreso y negar la inflación, el gobierno nacional también pisotea al federalismo.
Por último, otro componente que enardece el temperamento de los que no reciben beneficios asistenciales del gobierno es la demonización de la ganancia. Si los ruralistas están parados sobre colchones de millones de dólares: al gobierno, a los piqueteros, ¿Qué les importa? ¿Acaso no es lo que hace funcionar a la economía el que cada inidivuo se oriente hacia las actividad que le resulta más rentable? ¡Qué audaces y viles, los señores productores agropecuarios, que quieren cuidar sus bolsillos!
Más allá del debate acerca de la eficiencia de los impuestos, al menos a corto plazo los mismos sirven como un vehículo para mejorar la equidad del país. El problema con las retenciones, y la razón por la cual aún no ha habido una negociación entre el campo y el gobierno es que, por un lado, el gobierno no está dispuesto a dar el brazo a torcer, para no proyectar una imagen de debilidad; mientras que el campo quiere dar una señal de que no va a permitir que el gobierno nacional se quede cada vez con una mayor parte de su rentabilidad, más aún cuando ésta no vuelve a las provincias. Pero en el trasfondo de la cuestión, se hace cada vez más evidente la insostenibilidad del programa económico actual, que no tiene una visión de largo plazo, relegando el crecimiento a la casualidad, a la conjunción de factores externos que favorecen a la actividad económica, como si fuera incomprensible que solo se logrará un genuino despegue cuando las condiciones favorables se generen endógenamente, a través del fomento a las inversiones, mediante la mejora de la seguridad jurídica y el respeto de las instituciones.
Vero S.
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